“El secreto de Sara” es un relato de ficción sobre acoso escolar que aborda el tema del clasismo como precipitador del bullying, que habitualmente se iniciará a través de la discriminación y la exclusión social 

Por Angie B. , para Sociograma.net, de BuddyTool

Tengo 44 años y, por tanto, mi interés por las series adolescentes es meramente documental.  Me parecen un auténtico bodrio. Sin embargo, las veo.  Porque soy madre de una adolescente de 14 años, y porque pronto el más pequeño también andará ahí-ahí.  Me interesa saber lo que hay de nuevo en estas generaciones de niños, en resumen.   Porque no nos engañemos, los adultos sabemos lo que sucede en los colegios y todo lo que supone ser adolescente: las dudas, los primeros escarceos amorosos, la búsqueda compulsiva de aprobación de los demás, los rumores que te pueden joder la vida, o los errores de la inmadurez que, lamentablemente, se pagan caro. Por no hablar de los complejos que pueden surgir entorno a tu cuerpo.  Si estás gordo, por ejemplo.  O si tienes granos, eres bajito o simplemente desentonas porque tus zapatillas no son de tal marca.

    Los que hemos tenido suerte, simplemente hemos presenciado o sido testigos de algunas de esas cosas terribles que les suceden a otros adolescentes.  ¿Quién no conoce a aquella niña que se quedó embarazada a los 15?  ¿O incluso, a una que abortó sin que lo supieran sus padres, ayudada por una tía que la llevó a Londres? ¿Quién no ha sabido de algún suicidio, siquiera del típico “hermano de una amiga de mi prima”, que se ahorcó? ¿O de alguna violación no denunciada por parte de algún otro compañero o “amigo”, amén de intentos no consumados pero igualmente traumáticos para alguna niña menor de edad?  Los afortunados hemos visto o conocido casos, pero pocas veces miramos hacia atrás para acordarnos de los actores menos afortunados de la  película:  los que lo padecieron en sus propias carnes.

    Volviendo a las series, a ellas me remito como elemento facilitador de información, incluso con carácter revelador.  Tal fue mi caso viendo la serie “Élite”, uno de los bombazos de Netflix.  Va de unos niños de un colegio de la Moraleja (bueno, en realidad no dice que sea en la Moraleja; también podría ser en La Finca, o en alguna de esas urbanizaciones en las afueras de Madrid, tipo Boadilla, Aravaca o Pozuelo).  El caso es que me tragué todas las aberraciones de esta serie, extrañada de que las cosas estuvieran así de mal entre “la gente joven” -que hubiera dicho mi padre hace años y hoy me oigo decir a mí misma en la voz de mi conciencia, con estupor-.  Compro lo de sexo, droga y rock and roll, acompañado de todo el drama de instituto, por supuesto.  Pero tanto como chantajes, asesinatos, tríos a la orden del día y extorsiones a tus propios padres, como que no.  Así y todo la seguí viendo, porque reconozco que me enganché -de eso se tratan las series-, y “Élite” va mejorando en cada temporada.   ¿Y por qué cuento yo esto?  ¿A qué viene lo de “Élite” ahora?  Pues a que, viéndola, me acordé de una compañera mía del colegio: un calco de lo que pasa en la serie, básicamente, solo que aquello sí fue real. Y las consecuencias no fueron precisamente buenas para su protagonista.

Los niños son muy sensibles a captar las diferencias sociales desde edades tempranas, y muchas veces las castigan

    Una de las subtramas de “Élite” va, precisamente, del elitismo; del clasismo. Algo inherente a los ambientes de niños de padres con dinero, muy sensibles desde pequeños a captar las diferencias sociales.  O, lo que es lo mismo, a señalar a los niños pobres o a los hijos de nuevos ricos todavía no pulidos o refinados por el gusto del ambiente y la educación.  Puede que en un principio no parezca lo que son en realidad, y aparenten ser uno más, pero al final suelen cantar por una u otra razón. Esto lo que le pasa a Cayetana, uno de los personajes de “Élite”.  Justo lo que le pasó a esta niña de mi colegio.

Las series de adolescentes reflejan temas reales de los jóvenes

    Se llamaba Sara, y entró en quinto de EGB o así.  Es decir, no fue alumna de toda la vida de nuestro colegio.  Y, además, se quedó sólo un año. Por tanto, hoy en día ninguno de mi colegio la consideraría realmente del alumni, sino que en estos casos su presencia se consideraría como algo más bien anecdótico en cualquier cena de antiguos compañeros de clase.  Cuando llegó, las niñas de mi clase la acogimos de buen grado. En este sentido, cada nuevo curso estábamos deseando novedades sociales, por qué no decirlo.  Además ella era mona, hacía ballet… O al menos eso decía ella, y además se le notaba en los pies, que llevaba un poco abiertos al andar.  Pero eso, lejos de ser un problema era una “prueba” y tenía su gracia.  Al fin y al cabo bailar bien y ser flexible para la gimnasia es un don de lo más preciado a esas edades.

    Sara se integró, como digo, más o menos bien, aunque nunca llegó a pertenecer del todo a mi grupo de amigas más íntimas. Iba más con otro grupo de niñas, menos guays que nosotras, pero con el que tampoco había mayores fricciones.  Mi amistad con Sara era la típica relación en la que te aceptas cordialmente y hay una supuesta amistad más basada en el respeto que en la realidad.  Ayudó que, casualmente, yo fui la primera niña que ella conoció en el colegio.  La atraje hacia el grupo con gran ilusión, ya que, en fin, tenía un gran atractivo eso del ballet.  Pronto comenzó a enseñarnos trucos para abrirnos de piernas, y las distintas posiciones de ballet a las que no habían ido nunca a clase, que eran pocas, a decir verdad.  Otro de los puntos que sumaba Sara era que vivía también en la urbanización del colegio, como casi todas.  Eso era importante para cultivar la amistad, ya que, cada día, después del colegio y tras hacer los deberes, lo más normal era quedar con alguna amiguita para jugar en su casa o en alguna zona común.

    Su primera mentira fue decir que iba a ballet a la escuela de la urbanización.  Yo misma había ido a esa clase durante dos años y conocía a las otras niñas.  Noté que ella decía nombres que yo no conocía.  Era como si se los inventara.  Y su profesora no era Luisa, la mía.  Ella decía que era otra.  Aunque en esas edades tampoco te fijas tanto en estos detalles, al final resultaron ser varias cosas las que la delataron, sin estar nosotras particularmente interesadas en descubrir nada raro.  También había otra cosa que nos extrañaba mucho, por ejemplo, y era que nunca se podía ir a su casa. Cuando quedábamos, siempre era en mi casa o en casa de Laura, mi mejor amiga.  Ni siquiera nos daba su teléfono.  Ella siempre decía que “no estaba su madre”.  Y eso, ya ves tú qué tontería.  Casi ninguna madre estaba nunca, pero para estaba la chica de servicio, que por aquel entonces llamábamos “la muchacha”.  Además, vivía en una parcela muy cerca de mi casa y de la de Laura, o sea que podía ir andando perfectamente.  Así que un día, que estábamos Laura y yo aburridas dijimos, “vamos a buscar a Sara a su casa”, y así lo hicimos.

Su casa estaba, según nos había explicado vagamente, en una parcela  de chalets adosados, distribuidos en una única calle, pero lo que no sabíamos era el número del chalet.  Así que decidimos ir uno a uno, empezando por el primero.   

    Tampoco pasaba nada, pensamos, ya que al final nos conocíamos casi todos de vista:  si no te abría la puerta la amiga de tu madre, te iba a abrir el hermano mayor de tu compañera de clase de música, o la muchacha con la que queda tu muchacha un día sí y otro también.  Los tres primeros chalets no eran, pero tampoco supieron decirnos nada de Sara, a pesar de la insistencia de nuestros detalles.  “Es nuestra compañera de colegio”, decíamos.  “Es castaña, así de alta, con el pelo rizado”, indicábamos con gestos.

En el cuarto chalet nadie abrió la puerta, aunque había una persona espiando por la ventana que se escondió al notarse descubierta.

    Nosotras seguimos por todos los chalets, y nadie supo dar cuenta de ella, aunque en la última casa había una filipina que decía que era la hija de María, de uno de los chalets.  Nosotras no entendíamos bien, porque hablaba fatal español, así que, por las mismas, nos marchamos a jugar a mi calle. Cuando le comentamos a Sara, ya en el colegio, que habíamos ido a su casa, dijo que es que había salido y no estaba.  Fin de la historia y a otra cosa.  Por el momento.

    Un día llegó al colegio Cristina, otra de nuestras amigas,  diciendo que Sara era pobre.  “¿Pobre?, ¿cómo que pobre, a qué te refieres?”, le preguntamos.  Resulta que, al parecer, Cris iba un día con su madre a comprar el pan al súper de la urbanización, dando un paseo, y se la había topado de bruces.  Cuando se pararon a saludar, Cristina le presentó a Sara a su madre, y ella le dijo:  “Cuando quieras vente a casa a jugar, se lo dices a tu mamá”.  Entonces, de repente, ¡contestó la muchacha!  “Muchas gracias, estará encantada de ir a jugar.  Yo soy su mamá, tanto gusto”.

    Tras conocer aquello, convocamos un cónclave de mejores amigas, las de verdad y de toda la vida, no las falsas:  Laura, Cristina, Patricia, Marta y yo.  Necesitábamos aclarar la situación y decidir si Sara iba a seguir siendo nuestra amiga, si la dejaríamos alguna vez formar parte de nuestro grupo o jugar con nosotras de vez en cuando.  Entre todas, llegamos a la conclusión de que ella era la persona que espiaba desde el cuarto chalet, pero que no quería abrir porque ella en realidad no vivía allí.  O sí, pero no era su casa.  “Dice mi madre que debe ser la hija de la muchacha”, explicaba Cristina, “que esa es la casa del director del colegio y que tienen un matrimonio de servicio y ella vive allí con sus padres”.

 

Tal vez te interese también leer el cuento sobre acoso escolar para niños “La verdad”

 

Si te gusta esta historia de bullying, por favor comparte. ¡Gracias!

 

 

 

 

.